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HISTORIA/ Militar y amigo de las tribus
El Lawrence de Arabia Espa�ol Se llamaba Antonio de Oro y fund� El Aai�n cuando el S�hara era un territorio inexplorado Fue uno de los militares espa�oles m�s sobresalientes de su �poca. En 1934, con 30 a�os, ocup� Sidi Ifni cumpliendo �rdenes del Gobierno de la Rep�blica. M�s tarde cumplir�a su gran sue�o: fundar una verdadera ciudad en El Aai�n, adonde lleg� con el objetivo de compartirla con los saharauis, a quienes consideraba sus leg�timos habitantes. Entre sus grandes amigos se encontraba el venerado Sult�n Azul. Por Francisco L�pez Barrios Para el capit�n De Oro el viaje hab�a sido largo y, como en otras ocasiones, fatigoso. Si hubiera podido conocer el futuro, se hubiese contemplado, a �l y a sus compa�eros, como a los protagonistas de una pel�cula de aventuras en el desierto. El viejo Ford de ocho cilindros era el t�pico veh�culo que habr�a hecho las delicias de Indiana Jones o del gal�n de una cinta como El paciente ingl�s. Adem�s, curiosamente, el desierto y el mar son dos espacios rom�nticos por naturaleza, cada uno en su estilo, pero los dos con algo en com�n: el desplazamiento de las olas o las dunas, impulsadas por el viento, como grandes y mudas oraciones a un Dios lejano. Se sent�a inquieto. Desde luego, no era hombre dado a visiones rom�nticas de la existencia. Por lo menos en las formas m�s superficiales del romanticismo. Y ten�a motivos para no serlo. Herido dos veces de gravedad en las campa�as de �frica, reci�n salido de la Academia Militar de Zaragoza, cuando apenas contaba con algo m�s de 20 a�os, conoci� muy pronto la dureza de la vida militar. Y aprendi� que en la guerra, en aquella guerra de francotiradores y de enemigos que jugaban a favor del terreno, que aparec�an y desaparec�an como rel�mpagos sin trueno, hab�a poco espacio para el romanticismo o, al menos, para el romanticismo como versi�n edulcorada de la realidad. �l, a quien muchos todav�a conoc�an como el capit�n De Oro, el m�tico capit�n De Oro que en 1934 hab�a ocupado Sidi Ifni a las �rdenes del coronel Capaz, obedeciendo instrucciones del Gobierno de la Rep�blica, se sab�a inquieto y conoc�a los motivos de su inquietud. Hubiera discutido con Bertolucci, si hubiese llegado vivo hasta nuestros d�as, si la enfermedad y la muerte no le hubieran estado aguardando en silencio en una cita tr�gica e inevitable. Nada de El cielo protector, nada de majader�as por muy basada en textos de Paul Bowles que estuviera la pel�cula del italiano. En el S�hara el cielo no es protector. El cielo es el enemigo. El cielo es el destructor. �El cielo o el sol? Los dos. El cielo, y el sol que todo lo abrasa y todo lo destruye. Eso es, ah� est� el miedo, ah� est� el motivo de la inquietud del capit�n De Oro. Porque hace a�os que acaricia la idea. Y ahora piensa que ha llegado el momento de darle consistencia. Hace a�os que sue�a con crear una ciudad de nuevo cu�o, una capital para estos territorios en la que sus habitantes encuentren acomodo y remedio frente a los sinsabores de la existencia n�mada. Un lugar donde los ni�os puedan ir a la escuela y los viejos sentarse a las puertas de sus casas cuando la noche hace llegar la brisa marina y el descanso, por fin, se hace posible. Pero es dif�cil crear ciudades en el desierto. El calor lo arruina todo. Antonio de Oro no puede olvidar el fracaso del Chej Ma el Ainin, que intent� acomodarse a una vida sedentaria y mand� construir, en el margen del Uadi Uain Selu�n, viviendas e instalaciones religiosas. Una especie de complejo, como dir�amos hoy, con fortaleza/residencia y mezquita incluida. Sin embargo, y pese al prestigio de Ma el Ainin, al margen de un reducido grupo de sus seguidores, nadie se mostr� interesado en seguir su ejemplo. Es verdad que las caravanas de comerciantes le hac�an regalos de sal, telas y comida al pasar por Esmara, que �ste es el nombre que le dio a su proyecto de ciudad. Pero tambi�n es cierto que algunos a�os despu�s, por diferentes motivos incluido su enfrentamiento con los franceses, tuvo que abandonar su prop�sito y encaminarse hacia las tierras m�s feraces de Tizniz, en las �ltimas estribaciones del Anti-Atlas, donde muri� y fue enterrado en 1911. El capit�n De Oro se sab�a min�sculo frente al silencio y la inmensidad sahariana. Dudaba de la conveniencia de sus intenciones, del sentido de las mismas. Su experiencia en el desierto y su �instinto africano� �que le hab�a hecho dominar el �rabe y el hasan�a y comportarse como uno m�s de los habitantes del S�hara� le recomendaban extremar las precauciones sin dejarse llevar por un voluntarismo ajeno al sentido pr�ctico de las cosas. Pero, al mismo tiempo, en lo m�s �ntimo de su coraz�n, se consideraba, casi sin darse cuenta, como un saharaui m�s, un amante de aquella tierra descarnada en la que tanto hab�a por hacer. En realidad, pens�, no era necesario darle muchas vueltas al asunto. En aquel lugar, en el mismo sitio donde hab�a montado su jaima, hab�an acampado en ocasiones miembros de la tribu de los Izarguien. En aquel enclave de la baja Sagu�a, poco antes de la faja de dunas que la cruza y la aparta del mar, conocido por los saharauis como Aai�n Medlech, aparec�an indicios de una vida lejana y semin�mada, probablemente a cargo de miembros de la cabila de los Ulad Besba�, que llegaron a dominar temporalmente el desierto gracias a las armas de retrocarga que les proporcionaban los comerciantes europeos de Dakar. No hab�a que darle tantas vueltas a las cosas. Era mejor actuar con decisi�n y eficacia. Ahora se trataba de dormir, reparar fuerzas y volver lo antes posible con los medios necesarios para poner en marcha su proyecto. El nacimiento de la ciudad. Despu�s, todo fue r�pido. Se proyect� pasar una pista en direcci�n norte-sur que atravesara el S�hara, para unir Cabo Juby con Villa Cisneros. El capit�n De Oro, que alcanz� en aquellos destinos africanos el grado de teniente coronel, se puso al frente de la nueva expedici�n acompa�ado de varios oficiales y zapadores y, tras dar orden de voladura de diversos obst�culos rocosos, estableci� en el borde sur de la Sagu�a un destacamento de polic�a territorial. Poca cosa: tres peque�as casas de piedra y barro, techadas con palos de taraje de la Sagu�a y un poblado de jaimas. El resto es historia conocida. El comandante Galo Bull�n, uno de los mejores amigos y colaboradores de Antonio de Oro, dej� constancia escrita de la fundaci�n de El Aai�n (a finales de 1938), en los siguientes t�rminos: �La clara visi�n de los asuntos saharianos del teniente coronel De Oro, primer jefe bajo quien estuvo el gobierno de los territorios de Ifni y del S�hara, hizo que se designase El Aai�n para algo m�s que un lugar de paso hacia el sur o un destacamento de tropas de polic�a�. Se le dio ayuda a los n�madas establecidos para que no tuviesen la necesidad de abandonar el lugar en busca de nuevas zonas de pastoreo, con la consiguiente dejaci�n de los incipientes cultivos. Se realizaron trabajos de alumbramiento de aguas y surgieron manantiales de agua dulce en la orilla sur y de aguas salobres en la orilla norte. Se llevaron arados, se roturaron tierras, se inici� una granja av�cola y se plantaron los primeros frutales. La tierra se mostr� generosa. El agua, pr�cticamente inagotable, procede de filtraciones de lluvia en una grand�sima extensi�n, que se filtra desde la capa superficial hasta la capa impermeable, quedando all� a modo de manta subterr�nea, sin evaporarse, y saliendo al exterior por los manantiales abiertos por la mano del hombre. El lugar hizo honor al nombre, Aai�n, las fuentes, lugar de manantiales; as� debi� haber sido en tiempos pret�ritos, a juzgar por los restos de palmeras que aparecen al roturar parcelas junto a la Sagu�a. Muy pronto, en fin, se establecieron almacenes de sociedades al por mayor, se cre� como consecuencia un barrio comercial y la peque�a granja av�cola inicial se transform� en una granja de experimentaci�n que serv�a para impartir clases de agricultura y ganader�a modernas, puesto que contaba con gallinas, vacas y porquerizas. Se pusieron en marcha varias escuelas espa�olas, una Escuela de Artes y Oficios, y se construy� un hospital� Y todo esto s�lo seis a�os despu�s de la ocupaci�n de El Aai�n por Antonio de Oro. Tambi�n, para impulsar la incipiente sedentarizaci�n, se design� El Aai�n como campamento principal de nuestras fuerzas y sede del Gobierno de una parte del territorio. As�, se establecieron las bases administrativas que iban a requerir muy pronto la presencia de funcionarios y se atendieron las peticiones de los ind�genas que se decantaban por las viviendas estables frente sus jaimas tradicionales. A conciencia. Se realizaron planes de urbanismo, dise�ando varios modelos de vivienda cuya construcci�n pudiera llevarse a cabo por los propios saharauis. Se construyeron cuatro hornos de cal que funcionaban sin interrupci�n y se buscaron las mejores piedras de los alrededores, excluyendo las salitrosas para que las paredes no rezumaran salitre, al tiempo que se tra�an de Canarias las maderas necesarias para la construcci�n de puertas y ventanas y se ofrec�an contratos interesantes a maestros alba�iles, los cuales podr�an ense�ar el oficio a los naturales del pa�s. A�n alcanz� Antonio de Oro, gobernador de los territorios del �frica Occidental Espa�ola desde 1938, a ver los resultados parciales de su labor. Pudo contemplar con sus ojos c�mo cada d�a era mayor el n�mero de saharauis urbanos, propietarios de sus viviendas, buenos cultivadores de peque�os huertos familiares, incipientes comerciantes con mercanc�as que llegaban de Canarias o de Cabo Juby, e incluso arrendadores de algunas viviendas de su propiedad destinadas a tal fin. A �l, aquellos resultados le llenaban de orgullo. Tanto que empez� a sospechar que la capitalidad de El Aai�n ir�a para largo, que resistir�a los embates del tiempo y la desidia y que, dado el creciente n�mero de habitantes que poblaban sus calles, ser�a �til para la vida de aquellos seres humanos con cuyos problemas y necesidades se identificaba sin esfuerzo. El desierto, que hab�a recorrido tantas veces a lomos de camello, vestido con burn�s o derraha y tapando sus facciones con el largo turbante saharaui, se rend�a a sus proyectos. Era un Lawrence de Arabia espa�ol cuando en Espa�a apenas se sab�a qui�n era el oficial ingl�s que organiz� a los �rabes en su rebeli�n contra el Imperio otomano. Un genuino hombre de las dunas para quien el mayor placer consist�a en compartir la inmensidad del desierto con sus leg�timos y primeros habitantes. Compartir el agua de los oasis, el fr�o de las noches, el primer calor del amanecer. Recordaba sus conversaciones en Esmara con el Sult�n Azul, al que le un�a una gran amistad y que al principio puso en duda la viabilidad de sus intenciones. Y se sab�a hermano de los hombres azules, de los hijos de las nubes, como se llamaban a s� mismos los habitantes del territorio por su continuo deambular en pos del agua dulce. Escrib�a a diario con su m�quina de caracteres �rabes, perfeccionaba sus conocimientos de hasan�a, el �rabe dialectal com�n entre los habitantes del desierto y, fruto de sus conocimientos, lleg� a publicar un libro sobre las diferencias entre el hasan�a y el �rabe que se habla en Marruecos, una gram�tica, vamos, en la que se trasluce la pasi�n de un autor enamorado de la cultura saharaui. Hasta que, de pronto, el d�a 28 de diciembre de 1940, le lleg� el momento de cumplir con la cita indeseada. Y el Lawrence de Arabia espa�ol, el joven oficial que dedic� su vida a �frica, encontr� la muerte en Tetu�n v�ctima de una repentina y letal septicemia [proceso infeccioso a trav�s de la sangre] que un par de a�os m�s tarde hubiera podido curarse con la simple administraci�n de antibi�ticos. Pero all� y entonces todo acab� para �l. Todo se volatiliz� como si del sue�o m�s ligero se hubiera tratado. Como si todos los esfuerzos hubieran sido la sombra de un viento errabundo y absurdo. Aunque los ni�os de El Aai�n, ajenos a la tragedia, hicieran aquel d�a sombr�o, con sus risas y sus juegos por las calles de la ciudad, el mejor homenaje a su memoria. |
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